lunes, 2 de mayo de 2016

4 CREENCIA Y COMPRENSIÓN

En ese momento, cuando Subhuti, Mahakatyayana, Mahakashyapa y Mahamaudgalyayana —hombres con toda una vida de sabiduría— oyeron al Buda hablar de una Ley nunca antes escuchada, y le oyeron profetizar al Honrado por el Mundo que Shariputra lograría la iluminación suprema y perfecta, sintieron una inusitada emoción en su alma y bailaron de alegría. De inmediato, se incorporaron de sus asientos, se acomodaron las túnicas, dejaron descubierto el hombro derecho e hincaron la rodilla derecha en el suelo. Contemplando el rostro del Honrado en actitud reverente, con el cuerpo inclinado en señal de respeto y las palmas de las manos unidas con un único pensamiento, dijeron al Buda:
—Nosotros, representantes veteranos de los monjes, somos hombres ancianos y decrépitos. Creíamos que habíamos alcanzado el nirvana y que ya no éramos capaces de llegar a más, y por eso nunca buscamos la iluminación suprema y  perfecta.
»Ha pasado mucho tiempo desde que el Honrado por el Mundo comenzó a exponer la Ley. Durante ese período, permanecimos sentados en nuestros sitiales, con el cuerpo cansado e inerte, meditando solo sobre doctrinas como el vacío, lo informe y la inacción. Pero nuestra mente no se complació en la práctica de bodisatva de entretenerse con el libre despliegue de poderes trascendentales destinados a la purificación de las tierras de Buda y a la salvación de los seres vivos. ¿Y por qué? Porque el Honrado por el Mundo nos había permitido trascender los tres mundos y lograr la iluminación del nirvana.
»Además, somos hombres ancianos y decrépitos. Cuando escuchamos hablar de esta iluminación suprema y perfecta, que el Buda emplea para enseñar y convertir a los bodisatvas, nuestra mente no se embargó de júbilo ni de aprobación. Pero ahora, en presencia del Buda, hemos oído predecir que este que escucha la voz lograría la iluminación suprema y perfecta, y nuestro corazón se ha deleitado inmensamente. Hemos logrado lo que nunca antes habíamos tenido.

De pronto, podemos escuchar la Ley muy difícil de encontrar, algo que hasta ahora nunca habíamos esperado; nos consideramos, por lo tanto, personas profundamente afortunadas. Hemos adquirido gran benevolencia y enormes beneficios, una joya extraordinaria de valor incalculable, algo no buscado que vino por sí solo.
»Honrado por el Mundo, nos gustaría emplear una parábola para aclarar lo que queremos decirte. Supón que hay un hombre, todavía joven, que abandona a su padre, huye y pasa un largo período en otras tierras: tal vez diez, veinte o incluso cincuenta años. Con el paso del tiempo, se va empobreciendo cada vez más hasta verse sumido en un estado de verdadera indigencia. Merodea de aquí para allá, esperando encontrar comida o vestimenta, y su vagabundear lo lleva cada vez más lejos hasta que, accidentalmente, termina encaminándose a su tierra natal.
»Por su parte, el padre, que ha estado todos esos años buscando al hijo en vano, finalmente se afinca en cierta ciudad. Llega a administrar una inmensa fortuna y a ser dueño de incalculables riquezas y tesoros. Sus arcas rebosan de piezas de oro, plata, lapislázuli, coral, ámbar y cuentas de cristal. Tiene un sinfín de lacayos y de sirvientes, asistentes y criados, elefantes, caballos, carruajes y bueyes, y cabras imposibles de contar. Emprende lucrativos negocios tanto donde reside como en tierras foráneas, y entabla tratos comerciales con numerosos mercaderes y  viajantes.
»En ese momento, el hijo pobre, que lleva ya un tiempo vagando de aldea en aldea y atravesando muchas comarcas, finalmente llega a la ciudad donde vive su padre. Este nunca ha dejado de pensar en su hijo, pero, en los más de cincuenta años transcurridos desde su separación, ni una sola vez le ha hablado a nadie del asunto. Con el corazón transido de nostalgia y de arrepentimiento, a todas horas está inmerso en solitarias cavilaciones. Piensa que ya es anciano y decrépito. Ha amasado una inmensa fortuna, sus arcas rebosan de oro, plata y fabulosos tesoros pero no tiene a su hijo, y piensa que cuando le llegue la última hora todas estas posesiones y bienes se perderán, pues no tiene a quién confiar su heredad.
»Y por esa razón este hijo es constante objeto de sus desvelos. Y también cavila: “Si pudiera encontrarlo y confiarle a él mis riquezas, me sentiría satisfecho y en paz interior, y ya no tendría más preocupaciones”.

»Honrado por el Mundo, en ese momento, el hijo pobre, que viene cambiando de ocupación y yendo de un empleo a otro, por un azar de la fortuna se acerca a la residencia de su progenitor. Se detiene frente a la verja, observa a su padre a cierta distancia y lo ve sentado en su trono de león, con las piernas apoyadas sobre un escabel recamado de piedras preciosas, y rodeado de brahmanes, nobles y terratenientes que no dejan de rendirle homenaje. Su ornamentado traje luce festones de perlas valoradas en miles o decenas de miles. A su diestra y siniestra hay una cohorte de pajes, asisten- tes y lacayos que lo atienden sacudiendo espantamoscas blancos. Protege su cabeza un dosel con incrustaciones de gemas y pendones floridos. Y a sus pies, sobre el suelo rociado de agua perfumada, se ven adornos de exóticas flores. Aquí y allá se exhiben valiosos objetos que se muestran a su vista, cambian de manos, se reciben y se guardan. Tales son sus muchas clases de adornos, sus emblemas de privilegio y las señales de su distinción.
»Cuando el hijo pobre ve el inmenso poder y la incuestionable autoridad de aquel que es su padre, se siente apabullado, lleno de temor y de respeto reverencial y lamenta haberse detenido en un lugar como ese. Para sus adentros piensa: “Ha de ser algún rey, o alguien de majestad semejante. No es la clase de lugar donde yo pueda ofrecer mis servicios para ganarme el pan. Más me convendría ir a alguna humilde aldea donde, si trabajo bien, tal vez consiga fácilmente que me ofrezcan alimento y vestimenta. Si permanezco aquí más tiempo, hasta es posible que me capturen y me impongan servicio forzado”. No bien se le ocurre esta posibilidad, huye del lugar a toda prisa.
»En ese momento, el anciano rico, sentado en su trono de león, descubre la presencia de su hijo y lo reconoce de inmediato. Su corazón se colma de inmenso júbilo y, sin dudar un instante, piensa: “¡Ahora sí tengo a quién confiar mis tesoros y mis posesiones! Nunca he cesado de pensar en este hijo, a quien no tenía forma de encontrar. Y hete aquí que se presenta por sí solo, inesperadamente, que es como yo más hubiera querido. Aunque soy un anciano decrépito, nunca dejo de pensar en el destino que tendrá mi fortuna”.
»Así pues, sin un segundo de demora, manda a uno de sus hombres en busca del hijo que huía. El mensajero sale a la carrera tras el joven y consigue detenerlo. El hijo pobre, alarmado y despavorido, exclama con indignación: “¡Pero si no he hecho nada malo! ¿Por qué me capturáis?”. Sin embargo, el emisario lo sostiene con más fuerza aún y lo lleva sujeto a la rastra.

»En ese momento, el hijo piensa: “Me llevan prisionero, siendo que no he cometido ninguna falta… ¡Es seguro que me condenarán a muerte!”. Sintió más terror que nunca y, por la desesperación, perdió el conocimiento y se desplomó al suelo.
»El padre, que lo observa a la distancia, ordena al mensajero: “No necesito a este hombre. No lo traigas obligado. Refréscale el rostro con agua fría para que vuelva en sí, y no le digas nada más”.
»¿Por qué hace eso? Porque el padre sabe que su hijo es un hombre humilde y sin ambiciones, y que le resultará difícil aceptar sus propias riquezas y su posición privilegiada. Sabe muy bien que ese hombre es su descendiente, pero como medio hábil prefiere no decir a nadie: “Este es mi hijo”.
»El mensajero, entonces, dice al joven: “Quedas en libertad. Puedes ir a donde te plazca”. El hijo pobre recibe la noticia muy contento, pues ha obtenido algo que antes no tenía. Se pone en pie de un salto y se marcha hacia una aldea humilde, en busca de ropa y comida.
»En ese momento, el anciano rico, resuelto a atraer a su hijo una vez más, decide valerse de un medio hábil y envía a dos hombres de incógnito; hombres flacos, desaliñados y de aspecto poco digno. “Id en busca de ese pobre hombre y acercaos a él en forma casual. Decidle que conocéis un sitio donde le pagarán el doble del salario habitual. Si acepta las condiciones, traedlo aquí y ponedlo a trabajar. Si pregunta qué clase de labor tendrá que llevar a cabo, decidle que se lo empleará para apalear excrementos, y que ambos trabajaréis con él”.
»Los dos mensajeros parten de inmediato en busca del joven pobre. Cuando lo encuentran, se dirigen a él de acuerdo con las instrucciones que su señor les ha dado. En ese momento, el hijo pobre solicita un anticipo a cuenta de su jornal y se marcha con los dos individuos para ayudarlos a limpiar excrementos.
»Cuando el padre lo ve, se asombra y se compadece de él. Otro día, cuando miraba por la ventana, vuelve a verlo a la distancia, flaco y desgreñado, cubierto de excremento y sudor, de mugre y de tierra. De in- mediato, el padre se quita sus collares, sus finas vestiduras y sus otros adornos, y se viste con ropas sucias y andrajosas. Se ensucia el cuerpo con barro, toma en su diestra una pala para remover estiércol y, adoptando modales toscos, va en busca de los trabajadores, a quienes dice: “¡Seguid con la tarea! ¡Nada de holgazanear!”. Con este hábil medio logra acercarse a su hijo.

»Tiempo después, se le aproxima y le dice: “¡Tú, joven! Te propongo que permanezcas en este puesto y no te vayas de mi lado. Te aumentaré la paga y me ocuparé de tus necesidades, para que no te falten utensilios, arroz, harina, sal, vinagre y otras cosas de las que puedas inquietarte. Tengo un viejo criado que pondré a tu disposición cada vez que lo re- quieras. Así que puedes estar ya tranquilo. Seré como un padre para ti y no te preocupes más. ¿Por qué lo digo? Porque ya cuento demasiados años, pero tú aún eres joven y robusto. Cuando trabajas, no holgazaneas ni haces trampa, ni hablas con ira o resentimiento. No pareces tener los defectos tan comunes en el resto de mis trabajadores. De ahora en adelante, serás como un hijo para mí”. El hombre rico procede a escogerle un nombre, como todo padre hace con su hijo.
»Entonces, el hijo pobre, aunque encantado por el buen trato, se sigue considerando un humilde peón al servicio de otros. Es así como el hombre rico lo hace apalear estiércol durante veinte años. Al cabo de ese tiempo, el hijo siente que es comprendido y que se le brinda confianza; pero, aunque tiene libertad de ir y venir, sin restricciones, sigue viviendo en el mismo sitio que antes.
»Honrado por el Mundo, en ese momento el anciano rico cae enfermo y siente que se aproxima su hora. Habla con su hijo pobre y le dice: “Mis arcas rebosan de oro y de plata, y de cuantiosos y extraordinarios tesoros. Te harás cargo por completo de mis cuentas, y de lo que se pague y se recaude. Esto es lo que me propongo hacer, y quiero que cumplas mis deseos. ¿Por qué? Porque, a partir de ahora, tú y yo no nos conduciremos más como dos personas distintas. Debes poner suma atención y ocuparte de que no se cometan errores ni se registren pérdidas”.
»En ese momento, el hijo pobre, habiendo recibido tales órdenes, asume la supervisión de todos los bienes, del oro, la plata, los tesoros fabulosos y los cuantiosos almacenes. Pero jamás se le ocurre apropiarse de nada ni guardarse siquiera el costo de una sola vianda. Sigue viviendo en el mismo lugar de siempre, incapaz de no sentirse humilde e inferior.
»Así pasa el tiempo, y el padre percibe que su hijo, poco a poco, va ganando confianza en sí mismo y adquiriendo un porte más digno. Lo ve resuelto a realizar grandes empresas y a tomar distancia del bajo concepto en que antes se tenía. Consciente de que se aproxima su fin, ordena al hijo que disponga una reunión convocando a sus parientes y al monarca del país, a sus altos ministros, y a los nobles y terratenientes.

Cuando todos están reunidos, proclama este anuncio: “Caballeros, debéis saber que este es mi hijo, nacido de mi simiente. En tal y cual ciudad me abandonó y huyó a otras tierras, y durante más de cincuenta años vagó expuesto a diversos sufrimientos. Su nombre de nacimiento era tal, y el mío era tal otro. En el pasado, cuando yo aún vivía en mi ciudad natal, sufrí muchos desvelos a causa de su ausencia, y decidí salir a buscarlo. Tiempo después, quiso la suerte que pudiera reencontrarlo. Este es, ciertamente, mi hijo, y yo soy su padre verdadero. Ahora, le transferiré íntegramente todos mis bienes y mi patrimonio, y todo cuanto poseo. Este, mi hijo, conoce al dedillo los movimientos de recaudación y de pagos que se han llevado a cabo con anterioridad”.
»Honrado por el Mundo, cuando el hijo pobre oye hablar así a su padre, lo embarga una inmensa felicidad, pues ha adquirido lo que nunca antes había sido suyo, y piensa entonces: “Jamás tuve intención de buscar o ambicionar algo así. ¡Y, sin embargo, ahora estas arcas de tesoros llegan a mi vida por sí solas!”.
»Honrado por el Mundo, este anciano dueño de inmensas riquezas no es otro que El Que Así Llega, y nosotros somos como los hijos del Buda. El Que Así Llega constantemente nos dice que somos sus hijos. Pero, a causa de los tres sufrimientos, Honrado por el Mundo, inmersos en el nacimiento y la muerte sobrellevamos angustias abrasadoras, ilusiones e ignorancia, y nos apegamos gustosamente a doctrinas inferiores. Pero hoy el Honrado por el Mundo nos hace reflexionar atentamente, nos exhorta a desechar las doctrinas que son la impureza de polémicas frívolas.
»Hemos sido diligentes y nos dedicamos con denuedo a esta cuestión hasta lograr el nirvana, que es como la paga de un día. Y cuando lo con- seguimos, nuestro corazón rebosó de un inmenso gozo considerando que con eso bastaba. De inmediato nos dijimos: “Como hemos sido diligentes y nos esforzamos con respecto a la Ley del Buda, hemos obtenido esta comprensión tan rica y amplia”.
»Pero el Honrado por el Mundo, sabiendo desde las épocas pasadas que nuestra mente se apega a deseos poco sabios y se deleita con doctri- nas inferiores, nos perdonó y nos dejó hacer, sin intentar esclarecernos diciendo: “¡Llegaréis a adquirir la introspección de El Que Así Llega, y vuestra parte del arca de tesoros!”. Antes bien, el Honrado por el Mundo recurrió al poder de los medios hábiles y nos predicó la sabiduría de El Que Así Llega, de tal manera que pudiéramos dar crédito al Buda y lograr el nirvana, que es como el salario de una sola jornada. Y como

nosotros creímos que ese era un gran beneficio, no tuvimos deseo de ir en pos del gran vehículo.
»Además, expusimos y transmitimos la sabiduría del Buda en bien de los bodisatvas, pero nosotros mismos no aspiramos a lograrla. ¿Por qué lo digo? Porque el Buda, sabiendo que nuestra mente se solaza con doctrinas inferiores, recurrió al poder de los medios hábiles y predicó de un modo apropiado para nosotros. Así pues, no nos dimos cuenta de que, en verdad, éramos hijos del Buda. Pero ahora, por fin, hemos llegado a saberlo.
»Con respecto a la sabiduría del Buda, el Honrado por el Mundo jamás la ha escatimado. ¿Por qué lo digo? Desde tiempos pasados, en realidad hemos sido hijos del Buda, pero nosotros solo nos contentamos con doctrinas inferiores. Si hubiésemos tenido disposición a regocijar- nos con las grandes doctrinas, el Buda nos habría predicado la Ley del gran vehículo.
»Ahora, en este sutra, el Buda solo expone el vehículo único. En el pasado, cuando en presencia de los bodisatvas despreció a los que es- cuchaban la voz diciendo que se deleitaban con doctrinas inferiores, el Buda en realidad estaba empleando el gran vehículo para enseñarnos y convertirnos. Por eso decimos que, aunque originariamente no teníamos intención de ambicionar o de buscar nada así, ahora el gran tesoro del rey del Dharma ha llegado a nosotros por sí solo. Es algo que los hijos del Buda tienen derecho a adquirir, y que ahora han obtenido en su totalidad.
En ese momento Mahakashyapa, deseoso de manifestar su intención una vez más, habló en verso y dijo:

—Hoy hemos oído la voz del Buda
en la prédica
y danzamos de alegría
porque logramos lo que nunca antes habíamos poseído.
El Buda ha declarado que los que escuchan la voz
podrán lograr la Budeidad.
Este cúmulo de joyas inapreciables
ha llegado a nosotros sin que lo hayamos buscado.
Es como el caso de un niño que,
aún joven y sin discernimiento,
abandona a su padre y se escapa

a tierras lejanas,
y vaga de un país a otro
a la deriva por más de cincuenta años.
Su padre, profundamente  afligido,
lo busca por todos los rincones
hasta que, agotado,
recala en cierta ciudad.
Necesitado de satisfacer sus cinco deseos,
allí establece residencia
y llega a tener una mansión inmensa y costosa,
repleta de oro, plata,
nácar, ágata,
perlas, lapislázuli,
elefantes, caballos, bueyes, cabras,
palanquines y carruajes,
campos de labranza, criados, mozos de cuadra
y sirvientes en gran cantidad.
Se embarca en lucrativas empresas
tanto en su país como en otras tierras,
y establece mercaderes y viajantes
en las localidades más diversas.
Miles, decenas de miles, millones
lo rodean y lo reverencian.
Goza de la consideración
y del favor continuo del gobernante.
Los oficiales y los clanes poderosos
se suman rindiéndole honores
y son muchos los que, por una razón u otra,
a su alrededor se congregan.
Así de inmenso es su patrimonio,
y su gran poder e influencia.
Pero el hombre envejece y se vuelve anciano,
y recuerda a su hijo con más aflicción que nunca,
noche y día, sin poder pensar en nada más:
«Se aproxima la hora de mi muerte.
Ya han pasado más de cincuenta años
desde que ese necio niño me abandonó.
¿Qué será de mis arcas

rebosantes de riquezas?».
En ese momento, el hijo pobre
vaga en busca de ropa y comida
de aldea en aldea,
de país en país,
algunas veces con suerte,
otras, sin recibir nada,
famélico y hambriento,
con el cuerpo plagado de herpes y de llagas.
A fuerza de deambular,
llega a la ciudad donde vive su padre,
y al cabo de realizar distintas labores,
se presenta en la mansión de su progenitor.
En ese momento, ve al rico anciano
sentado en su trono de león
bajo un inmenso dosel con incrustaciones de gemas
erigido al otro lado del portal,
rodeado de subordinados,
guardias y asistentes.
Algunos cuentan piezas de oro y plata
y de otros materiales preciosos,
o registran por escrito
las entradas y los egresos de riquezas.
El hijo pobre, al ver lo eminente
y distinguido que es el anciano,
supone que se trata del rey de un país
o de alguien de majestad semejante.
Alarmado y sorprendido,
se pregunta por qué ha ido a ese lugar.
Y para sus adentros piensa:
«Si permanezco aquí,
lo más probable será que me capturen
y me impongan servicio forzado».
Al instante de ocurrírsele esa idea,
huye de ese sitio
preguntando por una aldea humilde,
donde alguien le ofrezca ocupación.
En ese momento, el hombre rico,

sentado en su trono de león,
descubre al hijo a la distancia
y en silencio lo reconoce como tal.
De inmediato envía a un mensajero
para que corra tras él y lo lleve a su lado.
El hijo menesteroso, angustiado, gritando de terror,
cae de bruces al suelo.
«¡Este hombre me ha capturado
y con toda seguridad me dará muerte!
¡Cómo pensar que mi viaje en busca de ropa y alimento
me pondría en tal aprieto!».
El hombre rico sabe que su hijo
es ignorante y que no se tiene en estima.
«Jamás creerá mis palabras,
nunca creerá que soy su padre».
De modo que recurre a medios hábiles
y envía a otros hombres por él:
uno tuerto, y otro débil y rudo,
sin asomo de dignidad o distinción en su porte.
A ambos les dice: «Hablad con él
y decidle que le daré empleo
apaleando bosta y excremento,
y que le pagaré el doble de lo habitual».
Cuando el hijo pobre escucha esto
decide aceptar encantado y vuelve con los emisarios
dispuesto a limpiar excremento
y a asear los cuartos de la casa.
El rico anciano observa todo el tiempo a su hijo
desde la ventana,
asombrado de que su ignorancia y su baja estima
le permitan solazarse en tan indigna tarea.
Entonces, el acaudalado hombre
se viste con ropas sucias y andrajosas,
empuña una pala para limpiar estiércol
y va donde está su hijo,
valiéndose de este hábil medio para acercarse
y alentarlo a trabajar con denuedo:
«Te he aumentado el jornal;

te daré aceite para que frotes tus pies.
Me ocuparé de que tengas abundante bebida y comida,
y esteras y cobijas gruesas y tibias».
También le habla con severidad:
«¡Esfuérzate más!».
O le dice con afecto:
«Te considero un hijo».
El hombre rico, que es sabio,
gradualmente permite a su hijo entrar en la mansión.
Al cabo de veinte años,
lo pone a cargo de la administración de las cuentas
y le muestra su oro, su plata,
sus perlas y su cristal,
y las demás cosas que recauda y acumula
para que entienda y sepa acerca de todas,
aun cuando el hijo siga viviendo puertas afuera
y durmiendo en una choza de paja
porque todavía se considera pobre y piensa:
«Ninguna de estas cosas es mía».
El padre observa que las ideas del hijo
se van tornando más amplias y magnánimas;
deseoso de transferirle sus riquezas y bienes,
manda llamar a sus parientes,
al rey del país y a los altos ministros,
a los nobles y terratenientes.
En presencia de la gran asamblea
declara: «Este es mi hijo.
Me abandonó y vagó por tierras lejanas
durante  cincuenta años,
pero ya hace veinte
que lo he reencontrado.
Hace mucho tiempo, en tal y cual ciudad,
perdí a mi hijo.
Viajé por muchos sitios buscándolo
hasta que mis pasos me trajeron a este lugar.
Todo lo que poseo,
mi casa y mis hombres,
se lo confiero en su totalidad

para que haga con ello lo que le plazca».
El hijo recuerda lo pobre que ha sido en el pasado,
piensa en su humildad y en su menoscabo,
y en que ha recibido de su padre
este inmenso legado de extraordinarios tesoros,
su mansión,
sus bienes y su patrimonio.
Se siente embargado de una dicha indescriptible
por haber logrado lo que nunca antes había poseído.
El Buda también actúa así.
Conoce nuestro apego a lo insignificante
y por eso nunca nos dice:
«Podéis lograr la Budeidad».
Antes bien, nos explica
que podemos liberarnos de los desbordamientos,
llevar a cabo el pequeño vehículo
y ser discípulos que escuchan la voz.
Luego el Buda nos exhorta a
predicar el Camino supremo
y a exponer que aquellos que lo practiquen
podrán lograr la Budeidad.
Recibimos la enseñanza del Buda
y en bien de los grandes bodisatvas
empleamos causas y condiciones,
diversas semejanzas y parábolas,
variadas palabras y frases
para predicar el Camino insuperable.
Cuando los hijos del Buda
escucharon la Ley por nuestro medio,
la ponderaron día y noche
y la practicaron con diligencia y empeño.
En ese momento, los budas
les confirieron profecías y les dijeron:
«En existencias futuras,
podréis lograr la Budeidad».
Con respecto a la Ley del arca secreta
de todos los diversos budas,
establecimos ese hecho verdadero

solo para los bodisatvas;
no expusimos este fundamento auténtico
en nuestro propio beneficio.
Es como el caso del hijo pobre
que se acerca a su padre.
Aunque sabe que su progenitor es rico,
su corazón no ansía poseer esa riqueza.
Del mismo modo,
nosotros predicamos el arca de tesoros de la Ley de los budas,
pero sin pensar en poseerla,
y en ese sentido nuestro caso es similar.
Buscamos erradicar lo que había en nosotros
creyendo que con eso sería suficiente.
Entendimos solo este único afán
e ignoramos las otras cuestiones.
Aunque oíamos hablar
de purificar las tierras de Buda,
de enseñar y de convertir a los seres,
tales cosas no nos complacían.
¿Y por qué?
Porque todos los fenómenos
son serenos y vacíos por igual,
sin nacimiento, sin extinción,
sin amplitud, sin pequeñez,
sin desbordamientos, sin acción.
Cuando uno lo pondera de este modo,
no puede sentir alegría ni solaz.
Durante la extensa noche,
con respecto a la sabiduría del Buda
no albergamos ansias ni apegos
ni el deseo de adquirirla.
Creímos que, con respecto a la Ley,
ya habíamos alcanzado lo supremo.
Durante la extensa noche,
practicamos la Ley del vacío,
nos liberamos de los tres mundos
y de su carga de sufrimientos y de aflicción.
Vivimos nuestra existencia final

en el nirvana con remanentes.
Como la enseñanza y la conversión del Buda no fue en vano,
adquirimos un Camino;
y, a través de ello, creímos haber saldado
la deuda contraída con el Buda por su bondad.
Aunque predicamos
la Ley del bodisatva
para los hijos del Buda
y los instamos a buscar el Camino del Buda,
nosotros mismos
nunca aspiramos a esa Ley.
Fuimos abandonados por nuestro guía y maestro
porque él había observado lo que había en nuestro corazón.
Desde el principio, él nunca nos persuadió
ni nos habló del beneficio verdadero.
Fue como el hombre acaudalado
que conoce las ínfimas ambiciones de su hijo
y recurre al poder de medios hábiles
para moldear y refinar sus inclinaciones,
y así poder confiarle, más adelante,
todas sus riquezas y tesoros.
El Buda también actúa así;
elige seguir un curso extraño.
Sabe que algunos ambicionan lo irrelevante
y usa el poder de los medios hábiles
para moldear y atemperar sus inclinaciones,
y solo entonces les enseña la gran sabiduría.
Hoy hemos alcanzado
lo que nunca antes habíamos tenido;
lo que nunca antes habíamos deseado
ahora llega a nosotros por sí mismo;
somos como el hijo menesteroso
que adquiere tesoros incalculables.
 Ahora, Honrado por el Mundo,
hemos adquirido el Camino, hemos obtenido su fruto;
mediante la Ley libre de desbordamientos
hemos obtenido un ojo inmaculado.
Durante la extensa noche,

observamos los preceptos puros del Buda
y hoy, por primera vez,
hemos obtenido el fruto, la recompensa.
En la Ley del rey del Dharma,
hemos realizado largo tiempo prácticas de Brahma,
y ahora alcanzamos un estado libre de desbordamientos,
el gran fruto insuperable.
Ahora, realmente hemos llegado a ser
discípulos que escuchamos la voz,
pues tomaremos la voz del Camino del Buda
y haremos que todos la oigan.
Ahora hemos llegado a ser
verdaderos arhats,
pues merecemos
recibir ofrendas en cualquier parte,
entre seres celestiales y humanos,
entre demonios y Brahmas de los diversos mundos.
El Honrado por el Mundo, en su gran amor compasivo, s
e vale de algo extraordinario,
con su piedad y compasión nos enseña y convierte,
y nos brinda beneficios.
¿Quién podría retribuirle  jamás,
ni siquiera en incontables millones de kalpas?
Aunque le ofrezcamos nuestras manos y pies,
inclinemos nuestra cabeza en respetuoso gesto de sumisión
y entreguemos toda suerte de ofrendas,
ninguno de nosotros podría jamás llegar a retribuirle.
Aunque lo alcemos y carguemos sobre nuestras cabezas,
aunque lo llevemos en andas sobre los hombros,
aunque, durante kalpas numerosos como los granos de arena del
Ganges,
lo reverenciemos de todo corazón,
aunque vengamos con delicados manjares,
con incontables ropas alhajadas,
con lechos y cobijas,
con clases diversas de pócimas y remedios,
con sándalo cabeza de buey
y toda clase de gemas exóticas,

aunque construyamos torres conmemorativas
y cubramos el suelo con túnicas tachonadas de joyas,
aunque hiciéramos todo esto
a guisa de ofrenda,
durante kalpas cuantiosos como los granos de arena del Ganges,
así y todo jamás saldaríamos nuestra deuda con él.
Los budas poseen poderes trascendentales
muy difíciles de conocer,
inconmensurables, ilimitados,
inimaginablemente grandes.
Libres de desbordamientos, libres de acción,
estos reyes de las doctrinas
hacen gala de paciencia en estas cuestiones,
en bien de los inferiores y humildes;
a las personas comunes, apegadas a las apariencias,
les predican de acuerdo con lo apropiado.
Con respecto a la Ley, los budas
pueden ejercer una absoluta libertad.
Entienden los diversos deseos y gozos
de los seres vivos,
como así también sus anhelos y aptitudes,
y pueden adecuarse a sus diversas capacidades
empleando infinidad de semejanzas
para exponerles la Ley.
Valiéndose de las buenas raíces
plantadas por los seres en existencias pasadas,
y distinguiendo cuáles de ellas están maduras
y cuáles aún no han llegado a la madurez
llevan a cabo estimaciones,
diferencias y percepciones,
y toman el Camino del vehículo único
y lo predican, de acuerdo con lo apropiado, como si fueran tres.